Algunos pensamientos erráticos sobre arte. Lucas Despósito
Hace unos meses me encontré
en una situación que creía ideal. Estaba solo en mi taller equipado con todo
tipo de herramientas y materiales. Durante mucho tiempo planifiqué el momento y
me procuré todo lo necesario.
¿Cuáles son los cinco
discos que te llevarías a una isla desierta? De esa manera encaré el proyecto
de mi taller. Pensé mucho sobre qué elementos y condiciones necesitaría para producir.
Como un caballito cegado por las sarrias perseguí ese momento, y ahí estaba sentado
en el tablero de dibujo frente a la mesa de serigrafía, al lado de la
estantería repleta de acrílicos; sin la necesidad de ir a la mañana siguiente a
trabajar, con todo el tiempo para hacer cualquier cosa. Pero... ¿para qué
quería todo eso? ¿Para realizar alguna imagen, un video?
¿Armar alguna muestra, tal
vez vender obras?
En el taller tengo apiladas
muchas pinturas, en algún momento las quise exponer y vender, fue bueno no
hacerlo. A veces pienso que si las hubiese vendido seguiría haciendo esas
horribles pinturitas que me halagaban los profes de la escuela. Cómo disfrutaba
haciendo esas lindas porquerías. Por ahí las quemo.
Estoy cerca de cumplir los
treinta y mientras me siento cada vez más un participante de la trama o circuito del arte (si existe algo
así) me parece que mi producción pasó de un primer a un segundo plano, luego al
tercero y hoy está borrosa en la lista de prioridades. Lo vas postergando, dejándolo
para después, después de trabajar, después de las vacaciones… “cuando los
chicos sean más independientes”, “no hay dónde hacer nada”, “no hay apoyo”, “es
mejor no seguirles el juego”. Escuché varias cosas de gente más grande que
mostraba obra cuando yo estaba pensando en anotarme en la facultad para
estudiar artes. El escenario, el aquí y ahora es adverso, y la urgencia
económica atenta contra el ocio creativo. Pero si mi producción se ve limitada
seguramente es por mi neurosis, no por mi pobreza ni por las condiciones
adversas.
“¡Acabemos con esta farsa!”
me dice muchas veces un amigo y yo pienso: ¿con qué farsa?
Inmediatamente
descontextualizo la conversación y en mi cabeza imagino que se refiere al arte.
Acabemos con esta farsa. La farsa del arte, de los artistas, curadores,
gestores, mercado.
Arte, no arte, parece que
fuese un ser omnipresente, arte, la santísima trinidad, un kilo de lechuga
¿Pesará más un kilo de lechuga que un kilo de arte?
Muchas veces parece
desalentador el panorama, producir nuevos objetos para un mundo lleno de
basura. Pintar imágenes atemporales. Pretender que las personas compren lo que
no necesitan, que el Estado me pague algún premio o alguna beca. ¿Por qué? ¿Por
ser un paladín de la cultura, un genio, un loco, un incomprendido, un estúpido?
¿Por ser parte de un juego de
conveniencias? Un juego que a mí también me conviene y un juego que en parte disfruto.
Imagino al diablito y al
angelito en cada uno de mis hombros, “Yo Quiero” y “Yo Debo”. Yo Quiero parece dispararme
una energía vital. Me grita que no importa por dónde ando ni qué hago, con
quién me junto o cómo nombro a las cosas. ¿Y el Yo Debo? “Lo que hacés no funciona”.
“Probá con otro material”, “hacelo pero en pintura”, “¿por qué no lo pintas más
grande?” “Leé estos libros, pero no los cites porque están de moda, vas a
quedar como un boludo”. “Qué falta de compromiso, qué poco crítico”. A Yo Debo
trato de no mirarlo, es un enano malvado.
El derecho no exige
actitudes heroicas ¿el arte sí?
Dejar de hacer pero
enseñar. Encima cada vez más me gusta la idea de enseñar, parece que el gusto
está íntimamente ligado a un deseo de supervivencia. Cuando nos acostumbramos sentimos
la seguridad de la rutina, como mirar siempre los capítulos viejos de los
Simpsons y reírnos en mismo lugar.
¿Y si empiezo de nuevo? ¿Y
si empiezo de nuevo?
¿Qué fue lo que me motivó a
estudiar artes plásticas? Quizás situarme en esa pregunta sea no querer moverme
de un lugar inocente, una inocencia infantil, una inocencia también perversa, ya
no somos inocentes. A veces tengo una visión del arte demasiado romántica, me
gusta y creo en esa idea. Nunca quise modificar el mundo, y si hubiese querido
cambiar la historia sería historiador, no artista plástico. Artista plástico,
dos palabras que juntas suenan a un traje bastante grande. Una vez vi el traje
de fieltro, de Beuys, con mi metro y medio de estatura no podría llenar ese
traje, ¿eso importa? Me sientan mejor los jeans y las remeras de algodón.
Ahora me acuerdo que una
vez cuando era chico sí fantaseé con cambiar el universo, lo quería hacer de
una manera despótica. Yo iba a ser el miserable que mejorara la vida de todos,
pero con el tiempo aprendí que nadie es el indicado para decidir cómo debería
ser el mundo.
Encuentro un lugar muy
estimulante y de algún modo logro abrazar un cachito de felicidad mientras
dibujo, cuelgo alguna muestra o charlo con algún conocido de la última muestra
que vi, pero eso es cosa de mandinga, pura subjetividad, parece que poco tiene
que ver con el arte.
Qué lindas esas quemadas de
cabeza en Buenos Aires mirando treinta y tres mil galerías en un día, después
en un bar, discutir y comparar con lo que pasa en Córdoba. Pero no hay comparación,
en Buenos Aires ya no te sirven soda con el café y el agua parece directa del pico.
Mientras estaba pensando en
este escrito un amigo me leyó un poema de Henri Michaux:
“Yo era una palabra que
intentaba avanzar a la velocidad del pensamiento. Las amigas del pensamiento
estaban presentes. Ni una quiso apostar por mí, y eran más de seiscientas mil que
me miraban riéndose.”
Después nos pusimos a
dibujar, a intentar desaprender todo lo que estudiamos, a jugar con materiales
sin pretensiones de arte.
Un Pequeño Deseo N°18 – Mayo 2011 – CasaTreceEdiciones – Córdoba, Argentina – http://casa13.org.ar/algunos-pensamientos-erraticos-sobre-arte-por-lucas-desposito/]
.